La administración del expresidente Donald Trump, ha intensificado las gestiones para deportar a migrantes con antecedentes criminales hacia terceros países, en un movimiento sin precedentes que involucra negociaciones con al menos 58 naciones según The New York Times. Esta estrategia se activa cuando los países de origen de estos migrantes se niegan a recibirlos, alegando razones de nacionalidad, documentación o seguridad.
Entre las naciones que ya han aceptado recibir deportados se encuentran Costa Rica, El Salvador, México, Panamá y otras de Europa, África y Asia. Incluso se han iniciado diálogos con Perú, aunque este país rechazó finalmente el ofrecimiento pese a la promesa de incentivos financieros.
El objetivo central de esta política es descomprimir el sistema penitenciario estadounidense, especialmente el privado, que soporta una carga creciente de inmigrantes con condenas. Según fuentes oficiales, además de liberar capacidad en las cárceles, la medida busca reducir los costos operativos del sistema de inmigración y justicia.
Una de las estrategias clave ha sido el uso de incentivos económicos. Por ejemplo, se ofrecieron 100 mil dólares a Ruanda para aceptar a un inmigrante de origen iraquí, y El Salvador recibió una transferencia de cinco millones de dólares tras aceptar a más de 200 venezolanos, algunos con vínculos comprobados con pandillas. Estos fueron trasladados al Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), una prisión de máxima seguridad en ese país.
La política ha generado polémica internacional, ya que en muchos casos los migrantes son enviados a países donde nunca han vivido y que presentan serios desafíos en materia de derechos humanos y seguridad. Tal es el caso de dos ciudadanos cubanos con condenas por secuestro, homicidio e intento de asesinato, deportados recientemente a Sudán del Sur, un país en conflicto armado y sin vínculos directos con los individuos. Casos como este han despertado preocupación en organismos humanitarios.
No obstante, la Corte Suprema de EE.UU. ha respaldado esta línea de acción, permitiendo la deportación acelerada a terceros países, incluso aquellos considerados inestables como Libia, Siria o Sudán del Sur. Esta jurisprudencia allana el camino para que la administración actual continúe implementando este tipo de acuerdos internacionales sin necesidad de aprobación legislativa.
La medida forma parte de una política migratoria más amplia orientada a reducir al máximo la presencia de inmigrantes indocumentados o con historial penal dentro del territorio estadounidense. Sin embargo, el uso de naciones receptoras mediante incentivos financieros y sin responsabilidad jurídica sobre el estatus de los deportados genera cuestionamientos éticos y jurídicos a nivel global.
Mientras la campaña presidencial avanza, esta iniciativa podría convertirse en un punto clave de debate, enfrentando posturas firmes entre seguridad nacional, derechos humanos y cooperación internacional.
En 2025, la política migratoria de EE.UU. ha experimentado un endurecimiento significativo, con impactos a nivel legal, económico y humanitario. Operativos de ICE se han intensificado en ciudades santuario, especialmente contra personas con antecedentes criminales. Leyes como la «Ley Laken Riley» han ampliado la detención obligatoria de indocumentados.
Así mismo las redadas han causado escasez de mano de obra en industrias como la construcción y los servicios, reportando pérdidas por la ausencia de trabajadores migrantes según los empresarios. Otro de los inconvenientes para los inmigrantes es la limitación de vías legales como CBP One y el rechazo de solicitudes de asilo sin audiencias completas, afectando a miles de migrantes.